Marcelino Champagnat, el sacerdote francés que creó la congregación de los Hermanos Maristas, le dio el nombre a una de las más importantes avenidas de Mar del Plata, donde también se encuentra su monumento.
Por Carlos V. González Rivero
La avenida Champagnat, una de las mas importantes de la ciudad, es la continuación de los accesos desde Buenos Aires y desde Necochea, continuándose al norte con la ruta 2 y al sur con la 88. Además enlaza a las principales avenidas y calles con sentido noroeste-sudeste cruzándose con ellas en rotondas que de norte a sur se suceden así: Calle Beruti, Av. Libertad, Av. Luro, Av. Colón, calle Alvarado y Av. Juan B. Justo.
Su nombre, en reemplazo del numérico “156”, lo lleva a partir de la ordenanza 389 (9/10/1948). Hubo modificaciones a esa ordenanza como la 4900 (26/3/81) en que al tramo que va de Ituzaingó al Arroyo de La Tapera se lo denominó Monseñor Juan Martín Zabala y la 9156 (29/10/93) en la que se rectifica con el nombre de Champagnat al tramo desde Ituzaingó hasta Río Negro siguiendo a partir de allí y hasta el Arroyo de La Tapera como Monseñor Zabala. La proyección, ya como calle, y después de la curva que comienza a describir a la altura de la calle Ituzaingó, lleva, a partir de esta última ordenanza el nombre de Jorge Luis Borges.
Es la frontera de varios barrios, dejando en su trayecto al noroeste a partir de su nacimiento los barrios “López de Gomara”, “Nueve de Julio”, “San Cayetano”, “Las Lilas” y “Regional” y al sudeste los barrios “Villa Primera”, “Domingo F. Sarmiento”, “Los Andes” y “Bernardino Rivadavia”.
Comienzos difíciles
La página (www.vatican.va) nos cuenta que Marcelino Champagnat, presbítero de la Sociedad de María, fundador de los Hermanos Maristas de la Enseñanza o Hermanitos de María, nace el 20 de mayo de 1789 en Marlhes, un pueblo de las montañas del Centro-Este de Francia, en el momento en que estalla la Revolución Francesa. Es el noveno hijo de una familia profundamente cristiana. Su educación es eminentemente familiar. Su madre y una tía suya despiertan en él una fe sólida y una profunda devoción a María.
Su padre, agricultor y comerciante, poseía una instrucción superior a la normal por aquellos pueblos, está abierto a las nuevas ideas y desempeña un papel político importante en su ayuntamiento y en toda la región.
Sabe también inculcar en Marcelino la aptitud para los trabajos manuales, el gusto por la acción, el sentido de la responsabilidad y la apertura a las ideas innovadoras.
Cuando Marcelino tiene 14 años, un sacerdote de paso por su casa, le hace descubrir que Dios le llama al sacerdocio. Marcelino, cuya escolaridad había sido muy deficiente, se pone a estudiar con todo ardor mientras sus parientes cercanos, conocedores de sus limitaciones, tratan de disuadirle.
Los años difíciles de su estancia en el seminario menor de Verriéres (1805-1813) son para él una etapa de extraordinario crecimiento humano y espiritual.
En el seminario mayor de Lyon tiene por compañeros, entre otros, a Juan María Vianney, futuro Cura de Ars, y a Juan Claudio Colin, que más tarde será el fundador de los Padres Maristas.
Forma con otros seminaristas un grupo cuyo proyecto es fundar una congregación que comprendiera sacerdotes, religiosas y una orden tercera, que llevaría el nombre de María, cuya finalidad sería recristianizar la sociedad civil.
Conmovido por la miseria cultural y espiritual de los niños de los pueblos, Marcelino siente la urgencia de crear dentro del grupo una congregación de Hermanos que se dedicaran a la educación cristiana de la juventud. Decía con frecuencia: “No puedo ver a un niño sin sentir el deseo de decirle cuánto le ama Jesucristo”.
Consagrados a María
Al día siguiente de su ordenación sacerdotal (22 de julio de 1816) este grupo de sacerdotes jóvenes van a consagrarse a María y a poner su proyecto bajo su maternal protección en el santuario de Ntra. Sra. de Fourviére. Luego Marcelino es nombrado coadjutor de una parroquia rural, La Valla.
La visita a los enfermos, la catequesis de los niños, la atención a los pobres y el fomento de la vida cristiana en las familias son las actividades esenciales de su ministerio. Su predicación, sencilla y directa, su profunda devoción a María y su ardiente celo apostólico marcan profundamente a sus feligreses. Queda dolorosamente conmovido al encontrar a un joven de 17 años que está a punto de morir y que no conoce nada de Dios. Este hecho le mueve a poner en práctica su idea de fundar un grupo de maestros dedicados a la instrucción cristiana de los niños del campo.
El 2 de enero de 1817, sólo seis meses después de llegar a
la parroquia de La Valla, el joven coadjutor Marcelino, de 27 años de edad, reúne a sus dos primeros discípulos: Acaba de nacer, en medio de la mayor pobreza, humildad y confianza en Dios, la congregación de los Hermanitos de María o Hermanos Maristas, bajo la protección de la Santísima Virgen.
Maestros cristianos
Al mismo tiempo que atiende a sus deberes de coadjutor de la parroquia, forma a sus Hermanos, preparándoles para su misión de maestros cristianos, de catequistas y de educadores de los jóvenes, y se va a vivir con ellos.
Apasionado por extender el Reino de Dios y consciente de las inmensas necesidades de la juventud de los ambientes rurales, logra convertir a los jóvenes campesinos que viven con él en apóstoles de Cristo y de María.
Enseguida empieza a abrir escuelas, y pronto la casita de La Valla, ampliada con el trabajo de sus propias manos, queda pequeña. Las dificultades son enormes. Algunos sacerdotes no comprenden el proyecto de este humilde coadjutor sin experiencia y sin dinero. Sin embargo los ayuntamientos no dejan de pedir que les envíe Hermanos para que trabajen en la instrucción y educación cristianas de los niños de sus municipios.
Marcelino y sus Hermanos participan en la construcción de una nueva casa capaz de acoger a más de cien personas, a la que da el nombre de Ntra. Sra. del Hermitage.
En 1825 liberado de su cargo de coadjutor de la parroquia se dedica por completo a su congregación, atendiendo especialmente a la formación y acompañamiento espiritual, pedagógico y apostólico de sus Hermanos, a la visita a las escuelas y a la fundación de nuevas obras.
“Todo a Jesús por María…”
Como hombre de fe profunda, Marcelino no deja de buscar la voluntad de Dios en la oración y en el diálogo con las autoridades religiosas y con sus Hermanos. Consciente de sus limitaciones, no cuenta más que con Dios y con la protección de María.
Su humildad profunda y su vivo sentido de la presencia de Dios le permiten sobrellevar numerosas pruebas con una gran paz interior.
Convencido de que su congregación de Hermanos es la obra de Dios y de María, adopta la divisa: “Todo a Jesús por María, todo a María para Jesús”.
Dar a conocer a Jesucristo y hacerlo amar es la misión de sus Hermanos, y la escuela es para él lugar privilegiado para la evangelización.
Marcelino inculca a sus discípulos el respeto y el amor a los niños, la atención a los pobres, a los más ingratos y a los más abandonados, a los huérfanos en particular. La presencia asidua junto a los jóvenes, la sencillez, el espíritu de familia, todo a la manera de María, son los puntos esenciales de su idea de la educación.
Reconocimiento de la Iglesia
En 1836, la Iglesia reconoce la Sociedad de María y le confía la misión de Oceanía. Marcelino pronuncia los votos como miembro de la nueva Sociedad y envía a tres de su Hermanos con los primeros misioneros Padres Maristas a las islas del Pacífico.
Las gestiones para lograr el reconocimiento legal de su congregación le llevan mucho tiempo y le piden mucha energía y espíritu de fe.
Pero no deja de repetir: “Cuando se tiene a Dios de nuestra parte y cuando no se cuenta más que con El, nada nos es imposible”.
La enfermedad logra vencer su robusta constitución. Agotado por el trabajo, muere a la edad de 51 años el 6 de junio de 1840, dejando a sus Hermanos este precioso mensaje: “Que no haya entre vosotros más que un solo corazón y un mismo espíritu. Que se pueda decir de los Hermanitos de María, como de los primeros cristianos: Mirad cómo se aman”.